miércoles, 11 de enero de 2012

THE FUTURE BELONGS TO THE CURIOUS

EL FUTURO PERTENECE A LOS CURIOSOS
From the mom


The Future Belongs to the Curious from Skillshare on Vimeo.




From the moment we open our eyes it fuels our existence. We are on a mission to remind everyone to never lose your sense of curiosity or wonder. Long live learning!

"Desde el momento en que abrimos los ojos arranca nuestra existencia. Tenemos la misión de recordar a todo el mundo que no debes perder el sentido de la curiosidad ni de cuestionar. ¡Larga vida al aprendizaje!"


Me encantó el video y el mensaje. Enhorabuena y gracias a todos.

jueves, 5 de enero de 2012

LAS NAVIDADES DEL COMISIONADO

BULGARIA

__________


INTRODUCCIÓN


La literatura búlgara todavía está en pañales. La primera gramática búlgara se publicó en 1835. Gracias al trabajo del monje Neophyt Rilski (1793-1881), responsable de abrir la primera escuela en Bulgaria. De entre los escritores de estos primeros tiempos estaba George Rakowski (1818-1867), cuyos patrióticos trabajos simulaban un celo nacionalista, Christo Boteff (1847-1876) y Petko Slaveïkoff (muerto en 1895), cuyos poemas moldearon el lenguaje poético moderno y ejercieron una maravillosa influencia sobre las personas. Uno de los hombres más distinguidos de las letras es Ivan Vazoff (nacido en 1850), cuya prosa y poesía se distinguen por sus literarios finales. Dimitr Ivanov (nacido en 1878) es uno de los escritores más jóvenes que ha demostrado sus excepcionales cualidades en varios volúmenes de historias cortas. Bajo el seudónimo de Elin-Pelin es como le conocen todos los lectores de la lengua búlgara. Para Ivanov ese reconocimiento especial se debe a la descripción de la casi desconocida clase de campesinos de su país.


__________


DIMITR IVANOV

(Elin-Pelin)

(1878—)


ELIN-PELIN, cuyo nombre real es Dimitr Ivanov (nace en 1878 cerca de Sofía), es un producto de la gente corriente. Como un profesor de pueblo ilustra el desarrollo entre sus paisanos. Deseando ganarse su confianza, “vivió entre los campesinos y su represión, y descubrió el poder de crear.” En sus historias la vida espiritual de los personajes del campo búlgaros es relatada como en un espejo.
Los motivos de su primera colección de cuentos son simples tradiciones cantadas y, como tales, renacen de las emociones de la vida. La primera colección de sus cuentos se publicó en 1904.
El autor, que desde hasta la fecha había sido un oficial de la Escuela Museo en Sofía, ha publicado recientemente una segunda colección de cuentos en los que no solamente aparecen campesinos búlgaros y aldeanos, si no que también salen una refrescante variedad de mahometanos. Las Navidades del Comisionado hace un esbozo de los lugareños de la Bulgaria interior.
Esta historia, aquí traducida por primera vez en inglés, por Sarka B. Hrbkova, se reimprimió con permiso del traductor.



__________


LAS NAVIDADES DEL COMISIONADO


“Llegaremos con tiempo de sobra, señor. Si, llegaremos antes de que oscurezca. ¡Mire—allí está el pueblo, a los pies de la colina! ¿Lo ve? En cuanto crucemos esa cresta podremos decir que ya hemos llegado.” Y el joven conductor, balanceando el látigo sobre las grupas de sus delgados caballos, gritó con fuerza para animarles: “¡Vaamos, hey! ¡Vaamos! ¡Señores!”
Las cuatro ruedas del ligero carromato sonaban peor que otras veces que habían pasado por embarrados caminos comarcales. El raquítico esqueleto del coche sonaba funestamente a través de la sombría y monótona llanura bañada por las lluvias de finales de diciembre.
El chaval volvía a gritar una vez más a sus caballos, asegurándose más cómodamente en el cuadro, palmeando su gorra contra su gruesa esclavina y, sin suavizar la voz, arrancó un cántico alegre.
“¿Cuál es tu nombre, chico?” preguntó un tipo gordo, arrebujado en un abrigo de piel de lobo, sentado dentro del carromato.
El chaval siguió con su canción.
“¡Hey, chico!” grito el hombre en voz alta y áspera.
“¿Qué?” se dio la vuelta el muchacho.
“¡El nombre! ¿Tu nombre? ¿Cuál es tu nombre?”
“Ondra.”
“Jaja, Ondra. ¡Eres un chico listo! Todos os habéis vuelto muy listos. Astutos paletos. Soislos únicos que mentís y engañáis. ¡Y sabéis como hacerlo! Les veo en el tribunal. ¡Ovejas—corderitos—de inocencia—pero verdaderos lobos! ¡Juegan con los jueces!”
“Somos tipos normales, señor, ellos nos atacan. Usted piensa así, pero no somos tan malos. Nuestros paisanos engañan por ignorancia. Ignorancia y pobreza.”
“¡Ah! ¡Así es! Por la pobreza! ¡Maldita sea! ¡Se quejan de la ignorancia y de la pobreza, y beben como cosacos!”
“¿Usted cree que sufren por la prosperidad, señor? ¿Por ser más ricos? ¡No! No por la prosperidad. ¿Beben—tragan? Si, todos beben. Para sentirse un poco más felices, no porque no se encuentren bien. Hay algo en el hombre que puedes apuntar en tu carpeta.”
“¡Ah! ¡Me parece que tu también has echado un trago, amigo! Pero eres muy joven para esas cosas; no tienes ni pelusa en la cara. ¡Esos campesinos de tu tierra—de los que escribo—son casos perdidos—perdidos, eso es!”
“¡Escríbalo, señor! Nosotros no sabemos escribir,” dijo el chico, se volvió hacia sus huesudos caballos y gritó “¡Vaamos, vaamos, señores!” y se sumergió en un profundo pensamiento.
Los caballos vacilaron por un momento, como si ellos también se estuvieran sumergiendo.
El tipo se levantó el cuello de su capa de lobo, dejándose engullir y perdiéndose en su reflexión.
Una graja con las alas rizadas se detuvo en un árbol solitario que había al lado del camino y se balanceó en una ramita seca dando graznidos de tristeza, como si, también, meditase. Incluso el sombrío tiempo invernal con su temperamento reflexivo y gris, auguraba para el día de mañana unas melancólicas navidades. Macilentas nubes sigilosamente atravesaban los cielos encapotados y rompían el cielo azul y frío por debajo. La tierra estaba sumergida entre el barrizal y la humedad. Delante de ellos, los paisajes de los pueblos, los arroyos, los bosques más apartados y las montañas se oscurecían, sin vida y distorsionados. En las llanuras de acá y de allá centelleaban grandes charcas, todas turbias, frías y vidriosas como los ojos de un muerto.
El pequeño carruaje lentamente se iba embarrando en el profundo y suave fango, metiéndose y saliéndose, retorciéndose y volviendo a retorcerse. Una tabla suelta a un lado traqueteaba constantemente, monótonamente, funestamente e insensatamente, y golpeaba cruelmente los nervios del corpulento caballero con abrigo de pieles. Al final, perdiendo la paciencia, se aflojó el cuello, asomó su caraza, y gritó: “¿Qué es ese horrible golpeteo? ¿Qué diablos pasa?”
“¡Es una tabla suelta, señor. Suena como si fuera un tipo listo: no tienen sentido sus soniquetes!”
“¡Eres listo, Ondra, muy listo! Apuesto a que sabes volver locas a las niñas. Tipos como tu se casan jóvenes y tienen preciosas esposas.”
El caballero volvió a meterse en el cuello de su abrigo de pieles en un intento de quererse reír.
“Diga lo que quiera, ¡las casadas son mejores! ¡Se lo digo por experiencia! ¿Y a usted, señor, quién le ha llamado a nuestro pueblo, si se puede saber?”
“Soy el comisionado del tribunal.”
Ondra se giró e inspeccionó su pasajero con una mirada penetrante.
“¿En servicio oficial, supongo?”
“De servicio, por supuesto. Uno de vuestros agradables vecinos me la jugó, pero esta vez me fijaré bien. Tengo un documento oficial en mis manos para atraparle. Me da en la nariz que este tipo nos sigue engañando—y le descubriré esta noche. ¡Créeme se acordará de mí y de esta navidad! ¡Le confiscaré todo el centeno—hasta el último grano! No sólo para que sepa por qué, sino para dar un escarmiento a todos los que traten de engañar a las autoridades. Timáis a los comerciantes, timáis a las gentes de la ciudad; les vendéis huebos podridos y mantequilla rancia. Pero tranquilos, camarilla de campesinos, ¡no podéis engañar a los jueces! ¡Sabemos cómo castigaros! ¡Lo que necesitáis es un látigo—un latigazo ruso—que os enseñe! Todos os habéis vuelto unos borrachos, la escoria más baja. ¡Os olvidáis de pagar los impuestos—sois los destructores del estado! ¡Están sufriendo nuestros intereses patrióticos! ¡Ojala fuera yo zar por dos días, os ibais a enterar! ¡Os volvería unos angelitos; si, señor, angelitos! ¡Pero por desgracia no soy zar!”
El comisionado se desabrochó su abrigo de pieles, dentro del cual se retorcía como un pollito al romper el cascarón.
“Oh, pero señor comisionado, igual que Dios creó el mundo y calculó que las mujeres no tuvieran barba, no se la dio. Se imaginó que un asno necesita orejas grandes, por eso dio un par a cada burro,” respondió Ondra con simulada simplicidad.
“No sigas con esa palabrería y mira para delante. Se está haciendo de noche, y tengo que volver con mi familia a celebrar las navidades. ¡Cobras mucho, diablo! ¡Tres leones por veinte quilómetros! ¡Sabes cómo desplumarnos. Date prisa, quieres: conduce más deprisa o esos jamelgos tuyos se van a quedar dormidos!”
“¡Vamos allá! ¡Vamos, señores!” gritó Ondra, oscilando la fusta en el aire.
“¿Señores, les llamas? ¡Señores! Mejor que les llamaras ‘hermanos’,” comentó el comisionado con rabia.
“¡Se ofenderían, señor comisionado! ¡Sería como un insulto si no les llamara señores. Porque en realidad son caballeros! Su servicio es oficial: galopan a un horario. Se levantan por la mañana; a su hora les damos su agua y su comida. Luego los enjaezamos, ellos se dirigen, podría decirse, a sus oficinas: y tiran hasta la noche. Cenan a su hora, beben agua, ‘leen los periódicos’, para comentar, y—duermen ¡Una vida auténticamente oficial!”
“¿Dónde les diste la bebida, amigo? Déjese de parlamenta y continúe, o llegaré tarde. ¡Pareces muy astuto, amigo, muyy astuto!”
“No hay lobos, señor comisionado, no hay miedo,” dijo el conductor en un tono que el honorable oficial de justicia miraba con ojos aprehensivos.
“No me dan miedo los lobos, amigo, sino el tiempo frío. No tengo tiempo para tenerme que cuidar de un resfriado.”
Tomaron un respiro en silencio.
“¿Así que viene por un asunto oficial? ¿A quién van a chamuscar ahora?” Ondra se dio la vuelta con la cara seria hacia su pasajero.
El comisionado esperó un momento antes de contestar. “¿Para qué lo quieres saber? Le llaman Stanoycho, un tipo pequeñajo con el cuello muy gordo.”
“Ya sé. Así que le van a quitar el centeno, ¿no? Es un pobrecillo, señor comisionado; déjele en paz sólo esta vez. ¡Es navidad, ya sabe, y todo eso!”
“¡Pobrecillo, si, pero un auténtico demonio!” acusó en silencio el comisionado. La oscuridad estaba cayendo. Los caballos a penas podían dar un paso para subir la colina tras la cual estaba el pueblo. Ondra no les quería pedir más, ni sacudió su látigo sobre ellos. Dejó de hablar, ni cantó, pero se quedó pensativo.
Cuando llegaron a la cima y empezaban a bajar por el otro lado, la noche había llegado, pero aún seguía sin verse el poblado. Un viento penetrante y frío soplaba sobre la tierra enterrada bajo el lodazal. Las nubes sueltas corrían hacia las montañas. La bóveda azul de un cielo congelado se aclaraba, ensanchándose y elevándose hacia mayores alturas. En seguida las estrellas, frías y brillantes, aparecerían en su techo. El aire era perceptiblemente fresco. Los rocines caminaban a paso lento y pesado.
“¡Azúzales! ¡Deprisa! ¡Sacos de huesos! ¡Nos vamos a morir congelados!” gritaba furioso el comisionado.
Ondra gritaba a los caballos sin muchas ganas y, amodorrado, sacudía la fusta sobre sus cabezas, pero, igual que antes, ellos tiraban del coche fatigosa e inertemente como si no oyeran nada.
Ondra pensaba en el pobre Stanoycho a quien el comisionado le iba a confiscar todo el centeno a la mañana siguiente.
“Tu me trajiste esta desgracia, Ondra,” le diría Stanoycho, y cuando le fuera a echar la culpa, le pediría a Ondra que se uniera con su familia a comer, y se pondría a llorar. Si, seguro que se pondría a llorar. Stanoycho tenía un corazón tierno. Ondra lo sabía.
Tenía que ayudar a ese pobre, ingeniárselas para que escondiera todo el centeno por la noche y dejar el granero barrido y limpio, o al año que iba a llegar, el hambre le haría tirarse de las orejas. ¡Si, tenía que hacer algo!
No se veía nada más que barro—profundo, espeso barro. La carretera se perdía en el fango, y no guiaba a otro sitio que no fuera a otro barrizal.
Ondra tiraba de los arreos y detenía a los caballos.
“¡Me temo que estamos a punto de perdernos del camino, señor comisionado!” Y el chaval miró atentamente entre la oscuridad.
El comisionado observaba con gravedad la cara del conductor que no mostraba visos de las bromas anteriores.
“Chico, abre bien los ojos, o no respondo de las consecuencias. Te estás ganando una paliza.”
Ondra tiró de las riendas, azuzó el látigo y gritó, “¡Agárrese fuerte, señor comisionado!” en la distancia, a lo lejos, delante de ellos titilaban las luces de un pueblo. Los ecos lejanos de los ladridos de los perros los podían oír. A unos pocos pies a la derecha brillaba la superficie perlada de una laguna llena de agua estancada. El cochero se dirigió hacia allá.
“¿Qué es eso?” preguntó el comisionado.
“Una laguna, señor comisionado. La carretera nos lleva derechos hacia ella. Es poco profunda, no hay que tener miedo. Únicamente unos agujeros aquí y allá. Yo normalmente, los esquivo, si voy en carromato o a pie. ¡Vaamos allá, señores! ¡Agárrese fuerte, señor comisionado!”
Los caballos daban manotadas en el frío agua, el cual reflejaba el cielo estrellado. Continuaron mucho más cautelosos que cuando empezaron a hundirse más y más dentro del fango. La mortecina superficie del agua grisácea se rompía por el movimiento tan sufrido.
“¡Detente, besugo!” gritó el comisionado lleno de terror, arrebujándose con su abrigo. “¡Me vas a ahogar, loco! ¡No ves que el carro se está llenando de agua! ¡Para! ¡Para!”
Ondra se detuvo. El carro se hundía en el fondo, clavándose en medio de un pantano cuyas orillas se perdían en la impenetrable oscuridad.
“¡Soo! ¡Adelante!” gritaba Ondra a sus caballos. Su poderosa voz reverberaba en la noche. Cerca de ellos, unos patos salvajes batían las alas excitados y se desvanecían en la negrura.
“Ojalá nos volviéramos gallinas ciegas y pudiéramos nadar,” dijo Ondra pensativamente, “o algo—”
“¡Oh, idiota! ¡Espera que salgamos de esta! ¡Te voy a romper todos los huesos que tienes! ¡Nos vamos a ahogar como ratas! ¡Pedazo de asno!”
“No, no nos ahogaremos, señor comisionado, no nos ahogaremos, no tema. Con esta oscuridad cualquiera se perdería. Cálmese,” dijo Ondra, y se fijó en los arreos. Se puso a apretar y desapretar varias correas, maldiciendo a voz en grito, atando y desatando, y jurando sin parar. Al final se volvió a colocar en su asiento de conductor, blandió su látigo y gritó, “¡Vamos allá! ¡Adelante!”
Los caballos empujaron y tiraron hacia delante. De repente uno de ellos se resbaló cerca del eje y se tambaleó entre el fango, soltándose la correa. Otro caballo se quedó junto al carromato.
“¡Ho! ¿Qué pasa ahora?” gritó el comisionado.
“¡Detente! ¡Dorcha, Dorcha!” llamaba Ondra al caballo que se había soltado para convencerlo de que volviera.
Pero el animal, asustado por el agua, se dio la vuelta y con prudencia siguió su camino hacia la orilla, donde gradualmente se iba perdiendo de vista, sin atender a las súplicas de su amo.
El comisionado excitado se quedó de pie en el carromato, con el terror escrito en cada uno de sus rasgos.
En ese instante, Ondra rápidamente saltó hacia el otro caballo y, siguiendo el rastro de Dorcha, continuó gritando, “¡Dorcha, Dorcha, espera! ¡Vuelve—Dorcha, Dorcha!”
“¿A dónde vas? ¡Detente! ¿Qué haces, besugo? ¡Atontado! ¡Oh, piojoso campesino! ¡Ya te pillaré!”
En la oscuridad solo una alegre sonrisa fue su respuesta.
“¡Oh, maldito cencerro, me quieres dejar aquí! ¡Que perezca! ¡Para que me coman las bestias! ¡Chico, no lo hagas, por favor, te lo ruego!” imploraba el comisionado con voz temblorosa.
“No tema, no tema, señor comisionado,” se escuchaba la voz de Ondra. “No hay ninguna bestia salvaje en el pantano. Abríguese, no se vaya a constipar. Mañana por la mañana—temprano, con luz y temprano—volveré. Hay heno en el carro, hágase una cama. ¡No le cobraré el alojamiento de esta noche!”
“Chico, no bromees,” suplicaba el comisionado. “¡No me abandones! ¡Vuelve! ¡Sácame de aquí!”
“Está oscuro, señor, muy oscuro. ¡No puedo ver nada! ¡Y mi caballo se ha escapado! ¿Cómo quiere que le ayude? ¡No puedo!”
El comisionado escuchaba la voz burlona procedente de la oscuridad. Aterrorizado por la perspectiva, allí solo, en medio de un triste pantano, rompió en sollozos.
“¡Ondra, vuelve! ¡Por favor—por favor! ¡Te pagaré bien—te pagaré todo! ¡Ayúdame a salir de aquí! ¡Aquí me voy a morir! ¡Tengo hijos! ¡Me están esperando! ¡Es navidad! ¿No tienes corazón?” tenía la voz rota de desesperación. Escuchaba, pero no había respuesta. Entonces, como si perdiera el sentido, aulló a la muda oscuridad: “¡Ho, amigo! ¡Besugo! ¡Cencerro! ¡Bestia! ¡Vuelve! ¡Sácame de esto! ¡Ten piedad! ¡Mis hijos! ¡Navidad! ¡Perro campesino! ¡Sinvergüenza!”
Y se hundió en el carromato, se arropó con el abrigo y rompió a llorar como un niño.
Pero la negra noche no le respondió.





__________________


¿DE DÓNDE ERES?