viernes, 1 de enero de 2010

EL GIGANTE EGOÍSTA (Traducción mía del cuento de Oscar Wilde)

Cada tarde, cuando venían de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del castillo del Gigante.
Era un jardín gigantesco y hermoso, con una suave hierba. Crecían flores aquí y allá como si fueran estrellas. Había doce perales – en la primavera brotaban primorosas flores rosas y blancas. En el otoño daban riquísima fruta. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban dulcemente.

Un día, después de siete años, el Gigante volvió a su castillo. Cuando llegó, vio a los niños jugando en el jardín. Los más altos apenas le llegaban a media pierna. El Gigante era muy grande. Para los niños, parecía tan alto como el cielo.

“¿Qué estáis haciendo aquí?” gritó con voz enfadada.

“Mi jardín es mi jardín,” dijo el Gigante, “y nadie jugará en él excepto yo.” Los niños salieron corriendo.

Construyó un muro muy alto alrededor del jardín y colgó un gran cartel:

¡Aléjense de este jardín!

El Gigante solo pensaba en sí mismo. Él, él, él.

Ahora los niños no tenían ningún sitio para jugar.

“El Gigante es muy egoísta,” dijeron. Intentaron jugar en el camino, pero se llenaban de polvo y había muchas piedras. Allí no querían jugar.

Entonces llegó la Primavera, y todo el campo se llenó de flores y pajaritos. Únicamente el jardín del Gigante Egoísta seguía estando en invierno. Los pájaros no cantaban en él y los árboles no echaban hojas, y todo era porque no había niños. Una vez, una flor preciosa asomó su cabeza fuera del césped, pero en cuanto vio el cartel, volvió a enterrarse en el suelo y se puso a dormir.
Los únicos que estaban felices eran la Nieve y la Escarcha.

“La Primavera se ha olvidado de este jardín,” dijeron, “de manera que podremos vivir en él todo el año.”

La Nieve cubrió la hierba con su manto blanco, y la Escarcha coloreó todos los árboles de plata. Luego le pidieron al Viento del Norte que viniera y se quedara con ellos. Estuvo todo el día dando vueltas por el frío jardín.

“Qué lugar más encantador,” dijo. “Tendríamos que pedir a la Lluvia que nos viniera a visitar.”
Así que la Lluvia vino. Todos los días durante tres horas, él daba golpes sobre el tejado el castillo hasta casi derribarlo. Luego se ponía a correr por el jardín tan rápido como podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

“No entiendo como la Primavera tarda tanto en venir,” dijo el Gigante Egoísta mientras miraba su jardín blanco y frío.
Pero la Primavera nunca llegó, ni tampoco el Verano. El Otoño convertía en oro la fruta de cada jardín, pero en el del Gigante ninguna. Así que siempre era Invierno allí, y el Viento del Norte, la Lluvia, la Escarcha y la Nieve bailaban a sus anchas por entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba tumbado en la cama cuando oyó una música celestial. Era realmente un jilguero que estaba fuera de su ventana. Pero para él era la más preciosa música del mundo.

Entonces la Lluvia dejó de bailar con su cabeza y el Viento del Norte dejó de soplar. Un aroma encantador entró por la ventana del dormitorio.

“Creo que la Primavera por fin ha venido,” dijo el Gigante; y saltó de un brinco de la cama y se puso a mirar fuera.

¿Y qué es lo que vio?

Vio la más maravillosa de las vistas. Los niños estaban subidos en las ramas de los árboles. En cada árbol había un chiquitín. Los árboles volvían a estar llenos de flores, y balanceaban sus ramas de lado a lado con suavidad sobre las cabezas de los niños. Los pájaros volaban y cantaban de felicidad. Las flores se podían ver entre el verde césped y sonreían.

Pero en una esquina del jardín todavía continuaba el invierno. En aquella parte del jardín un chavalito estaba de pie. Era pequeño, tanto que no alcanzaba a las ramas del árbol. Daba vueltas alrededor del árbol llorando. El pobre árbol seguía cubierto de nieve y escarcha, y el Viento del Norte soplaba alrededor.

“Sube, chiquitajo,” dijo el árbol, y doblaba sus ramas lo más bajo que podía; pero el niño era demasiado pequeño.

Y el duro corazón del Gigante se enterneció cuando miró.

“¡He estado pensando solo en mí! Ahora entiendo porque la Primavera no quería venir aquí. Era porque he sido un egoísta.”

Bajó rápidamente las escaleras y abrió la puerta de la entrada de su castillo muy despacito. Se dirigió hacia el jardín. Pero los niños le vieron y se fueron espantados. El jardín volvió al invierno otra vez.

Solamente el chiquitín no corrió. Estaba llorando y no vio al Gigante venir. El Gigante se puso detrás de él rápidamente y le subió con suavidad en su grandiosa mano. Le puso sobre el árbol.
Al momento el árbol se llenó de flores y vinieron y cantaron los pájaros sobre él. El chico levantó sus dos brazos y los echó sobre el cuello del Gigante y le besó.

Durante un rato los otros niños miraban en silencio. Luego volvieron corriendo al jardín. Y la Primavera volvió con ellos.

“Ahora también es tu jardín, chiquitajo,” dijo el Gigante, y se puso a derribar el muro que rodeaba el jardín.

Los niños jugaron todo el día en el jardín y a la noche le dijeron adiós al Gigante.

“¿Pero dónde está vuestro amigo el pequeñajo?” preguntó: “¿El chico que subí al árbol?”

Le quería tanto porque él le había dado un beso al Gigante.

“No sabemos,” respondieron los niños, “se ha ido.”

“Decidle que venga con toda confianza mañana,” dijo el Gigante.

Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía. El Gigante se puso muy triste.

Cada tarde después de la escuela los niños venían y jugaban con el Gigante. Pero el chiquitín que tanto amaba el Gigante nunca más le volvió a ver.

Pasaron los años y el Gigante se hizo viejo y débil. No podía jugar mucho tiempo, así que se sentaba en su gran sillón. Miraba su jardín y veía jugar a los niños.

“Tengo flores maravillosas,” dijo, “pero vosotros los niños sois las mejores de todas.”

Una mañana de invierno miró por su ventana. Ya no odiaba al Invierno. Sabía que la Primavera estaba únicamente dormida – las flores descansaban.

De repente vio algo extraño. En una esquina del jardín había un árbol. Estaba cubierto de primorosas flores blanquecinas. De sus ramas colgaba fruta dorada y de plata.

El chiquitín que tanto amaba el Gigante estaba de pie bajo el árbol. El Gigante bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Atravesó el césped y cuando estaba cerca del chico dijo, “¿Quién te ha hecho daño?”

En cada una de las manos del chico había un agujero. Y en cada pie también.

El Gigante miró de arriba abajo al chiquitín y gritó, “¿Quién se ha atrevido a herirte? Dímelo y le atravesaré con mi espada.”

“¡No!” respondió el pequeñajo, “estas son las marcas del Amor.”

“¿Quién eres?” gritó el Gigante, inclinándose delante del crío.

El niño le sonrió al Gigante. Y le dijo, “Tu me dejaste jugar en tu jardín. Hoy vendrás conmigo y jugarás en el mío, allá arriba, en el cielo.”

Los niños entraron corriendo en el jardín aquella tarde. Ellos encontraron al Gigante tendido muerto bajo el árbol, todo él cubierto de blancas flores.

FIN

¿DE DÓNDE ERES?